No os creáis a quienes os digan que la suerte está echada. Creedme a mí: nada está escrito y, la mayoría de las veces, merece la pena hacer el esfuerzo por cambiar las cosas. Cuando tenía 8 años, mi padre me ofreció la primera cerveza. Me dijo: “esto es lo que hacen los hombres”; y yo me la bebí. Mientras daba los primeros tragos, supongo que pensaba en mi sueño. Como todos los niños, yo tenía uno: ser monitor de montaña; y no me podía imaginar que, con aquellos primeros sorbos de alcohol, se abría ante mí un abismo por el que iba a estar a punto de perderlo todo. La cerveza solo fue el principio, el “clic” que puso en marcha la pesadilla.
Con 12 años, empecé a fumar.
Con 13, llegaron los porros y las rayas de coca; y también los robos pequeños. Acababa de entrar en la adolescencia y ya necesitaba dinero para financiar mis vicios. Varios policías se infiltraron como profesores en mi instituto para frenar el trapicheo de sustancias. Así fue como detuvieron a algunos compañeros. No a mí. Quizás me habrían hecho un favor si me hubieran detenido.
Con 16, dejé los estudios y me puse a trabajar como encargado de obra en la empresa familiar. De repente, tenía ingresos y me sentía independiente, con derecho a hacer lo que quisiera. Por desgracia, la adicción había desbrozado mi horizonte, que era la nada. Solo quería consumir y, aunque al cumplir los 18 me enrolé en el ejército de montaña, con mi ilusión por la escalada y el senderismo todavía viva, muy pronto me olvidé de ella y empecé a traficar. Así, a la necesidad de drogarme, se sumó el enganche a los subidones de adrenalina que me proporcionaba saltarme la ley.
Me echaron del ejército, por supuesto, y al cabo de un tiempo, después de volver a trabajar en la construcción y no ahorrar, de la separación de mis padres y del desastre de la burbuja inmobiliaria, que llevó a mi familia a la quiebra, me detuvieron y empezó mi periplo por los centros penitenciarios de la Comunidad Valenciana.
Tengo una hija a la que no pude ver durante casi una década. Lo más importante de mi vida.
También tengo un hermano que me ayudó y, sin saberlo, me ha enseñado cuánta verdad contiene la afirmación con la que he empezado a contaros mi historia, porque él nunca se drogó, ni se arruinó, ni perdió a su hijo. Eligió conservar todas aquellas cosas buenas que yo no supe ver.
Fue su elección, porque nada está escrito.
Yo viví las consecuencias de la mía.
Con 24 años fui consciente de que era adicto.
Antes de dejarlo definitivamente, recaí cuatro veces. La última pensaron que estaba muerto. La estadística dice que únicamente el 17% de los que son como yo se recuperan. Algunos mueren. Uno de mis amigos se ahorcó; tres cayeron en un accidente de tráfico, conducían colgados perdidos; a otro se lo llevó una sobredosis… pero a mí no, yo elegí pedir ayuda; solo te pueden ayudar si tú lo pides: tu familia, los equipos profesionales de la cárcel, organizaciones como Proyecto Hombre o como esta a la que le estoy contando mi historia y en la que ahora ayudo yo, que he vuelto a la montaña y a ser un ejemplo para mi hija.
Por eso quien os diga que la suerte está echada, miente.
Porque la suerte no es un dado que lanzamos al aire, sino un edificio en continua construcción, en continuo riesgo de derrumbe. Que permanezca en pie, en gran parte, depende de nosotros.
Escrito por: Marina Sanmartín
https://marinasanmartinpla.com/
Ilustrado por: Paula Díaz
@julietavelvet https://www.instagram.com/julietavelvet/
Relato. Quién construye la suerte